No tienen estas veredas la misma suerte que las de las grandes ciudades. Rotas y hundidas apenas si resisten los pasos de los obreros que a las cinco , más o menos, salen de la fábrica, bolso en mano y el pelo húmedo. Se ríen, algunos hablan un cerrado guaraní, impregnan los pasillos de las casas con su charla. Para los que alguna vez quisieron emigrar más allá de las fronteras conurbanas , este es el espectáculo más antiséptico: los morochos son paraguayos y bastante oscuros, no llevan barbijo ni alcohol en gel, se ríen. Tal vez por eso asustan.
Eligen el kiosco de la mitad de cuadra para unas cervezas del pico y ponen la cumbia en sus celulares . Comienza entonces una guerra implícita : dentro de las casas suena la cortina de TN, fuera arrasa Nestor en Bloque, los volúmenes se suben y las señoras pulcras se muestran indignadas. Alzan las voces, comentan , salen y miran esperando que el grupito se vaya.
Y cuando finalmente se termina la improvisada reunión, las señoras gordas, las limpiadoras de veredas y guardianas de las buenas costumbres, se van caminando despacio, cartera en mano y abrigadas. Redoblan las quejas por la ineficiencia del gobierno y el peligro de la nueva peste. Sólo se calman cuando sacan el billete de cincuenta y lo cambian por monedas , las maquinitas esperan ávidas los retazos de jubilación dilapidada.
Hacen una fiesta cuando ganan pero siguen su rosario de quejas si pierden, ahora comentan del Anses y luego de la inseguridad y de tanto peruano suelto.
Total, hablar es gratis.
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