sábado, 24 de septiembre de 2011

Nota al pie

Obra genial del genial Rodolfo. Se mete en la controversia de la cultura letrada y la popular. León muere y deja una carta. León es traductor, una voz subalterna. Su carta se reproduce en el cuento como una nota la pié, subalterna del relato oficial. Nota al pié que va creciendo, como las voces subyugadas de la cultura popular.

Este es el comienzo; en el enlace está el cuento entero que pretenece a su libro " Un kilo de Oro"


nota al pie
In Memoriam Alfredo de León ■ t circa 1954

Sin duda León ha querido que Otero viniera a verlo, desnudo y muerto bajo esa sábana, y por eso escribió su nombre en el sobre y metió dentro del sobre la carta que tal vez explica todo. Otero ha venido y mira en silencio el óvalo de la cara tapada como una tonta adivinanza, pero aún no abre la carta porque quiere imaginar la ver¬sión que el muerto le daría si pudiera sentarse frente a él, en su escritorio, y hablar como hablaron tantas veces.
Un sosiego de tristeza purifica la cara del hombre alto y canoso que no quiere quedarse, no quiere irse, no quiere admitir que se siente traicionado. Pero eso es exactamente lo que siente. Porque de golpe le parece que no se hubieran conocido, que no hubiera hecho nada por León, que no hubiera sido, como ambos admi¬tieron tantas veces, una especie de padre, para qué decir un amigo. De todas maneras ha venido, y es él, y no otro, el que dice:
—Quien iba a decir,
y escucha la voz de la señora Berta que lo mira con sus ojos celestes y secos en la cara ancha sin sexo ni memo¬ria ni impaciencia, murmurando que ya viene el comisa¬rio, y por qué no abre la carta. Pero no la abre aunque imagina su tono general de lúgubre disculpa, su primera frase de adiós y de lamento.*

* Lamento dejar interrumpida la traducción que la
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Es que no ganan con eso una ínfima parte de lo que ambos hubieran ganado conversando, y tiene de pronto la oscura sensación de que todo viene dirigido contra él, que la vida de León en los últimos tiempos tendía a convertirlo en testigo perplejo de su muerte. ¿Por qué, León?
No es un placer estar ahí sentado, en esta pieza que no conocía, junto a la ventana que filtra una luz ultra¬jada y polvorienta sobre la mesa de trabajo donde reco¬noce la última novela de Ballard, el diccionario de Cuyas editado por Appleton, la media hoja manuscrita en que una sílaba final tiembla y enloquece hasta estallar en un manchón de tinta. Sin duda León ha creído que con eso ya cumplía, y ciertamente el hombre canoso y triste que lo mira no viene a reprocharle el trabajo interrumpido ni a pensar en quién ha de continuarlo. Vine, León, a acep¬tar la idea de su muerte inesperada y a ponerlo en paz con mi conciencia.
De golpe el otro se ha vuelto misterioso para él, como él se ha vuelto misterioso para el otro, y tiene su punta de ironía que ignore hasta la forma que eligió para matarse.
—Veneno —responde la vieja, que sigue tan quieta en su asiento, envuelta en sus lanas grises y negras.


Casa me encargó. Encontrará usted el original sobre la mesa, y las ciento treinta páginas ya traducidas.
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Y cruza las manos y reza en voz baja, sin llorar ni siquiera sufrir, salvo de esa manera general y abstracta en que tantas cosas la apenan: el paso del tiempo, la humedad en las paredes, los agujeros en las sábanas y las superfluas costumbres que hacen su vida.
Hay un rectángulo de sol y de ropa tendida en el patio, bajo la perspectiva de pisos con barandas de cha¬pas de fierro donde emerge como un chiste ün plumero moviéndose solo en una nubecita de polvo, un turbante sin dueña desfila, y un viejo se asoma, y mira y escupe.
Otero ve todo esto en una instantánea, pero es otra la imagen que quiere formarse en su mente: la elusiva cara, el carácter del hombre que durante más de diez años tra¬bajó para él y la Casa. Porque nadie puede vivir con los muertos, es preciso matarlos adentro de uno, reducirlos a imagen inocua, para siempre segura en la neutra me¬moria. Un resorte se mueve, una cortina se cierra, y ya hemos pasado sobre ellos juicio y sentencia, y una suave untura de olvido y perdón.
La vieja parece que acuna el espacio vacío que miden sus manos.
—Siempre pagaba puntual,


El resto no ofrece dificultades y espero que la (Jasa encuentre quien lo haga. Infortunadamente, he tenido que pasar por encima de sus últimas reconvenciones.
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y el recuerdo del muerto emerge en magras anécdotas: lo mal que comía y el ruido que hacía de noche escri¬biendo, y cómo después se enfermó, se vino triste y huraño, y ya no quiso salir de su pieza.
—Después se volvió loco.
Otero casi sonríe al oír la palabra. Resultaba fácil ahora decir que León acabó en la locura, y el sumario tal vez lo diría. Pero nadie iba a saber contra qué enloque¬ció, aunque sus rarezas estuvieran a la vista de todos.
Así, en los últimos meses, se empecinaba en escribir a mano arguyendo vagos contratiempos con su máquina, y él se lo permitió a pesar de las protestas de la imprenta, como dejó pasar otras cosas porque sentía que no iban dirigidas contra él, que eran parte de la lucha del suicida con algo indescifrable.
En algún cajón de su escritorio ha de estar todavía esa carilla suelta que apareció intercalada en el último traba¬jo de León. No tenía más que una palabra —mierda-repetida desde el principio hasta el fin con letra de sonámbulo.
La mujer averigua quién va a pagar los gastos de entie¬rro, y el hombre contesta:
—La Casa.

No pude rescatar la máquina de escribir y ese texto, como el anterior, le llegará manuscrito. Hice la letra lo más clara posible, y espero que no se irrite demasiado conmigo, considerando las circunstancias.
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http://niusleter.com.ar/biblioteca/RodolfoWalshNotaalpie.pdf

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